martes, 29 de septiembre de 2009

Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente,
que al fin esta fe acaba por desaparecer. El hombre, soñador sin remedio, al sentirse de día en día
más descontento de su sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a utilizar, y que
ha obtenido a través de su indiferencia o de su interés, casi siempre a través de su interés, ya que
ha consentido someterse al trabajo, o por lo menos no se ha negado a aprovechar las
oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este momento, el hombre es
profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres que ha poseído, sabe cómo fueron las
risibles aventuras que emprendió, la riqueza y la pobreza nada le importan, y en este aspecto
vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se refiere a la aprobación de su conciencia
moral, reconozco que puede prescindir de ella sin grandes dificultades. Si le queda un poco de
lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia que siempre le
parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado. En la
infancia, la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas
vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta ilusión; sólo le interesa la facilidad
momentánea, extremada, que todas las cosas ofrecen. Todas las mañanas, los niños inician su
camino sin inquietudes. Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias parecen
excelentes. Luzca el sol o esté negro el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos.
Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata solamente de una cuestión de
distancia. Las amenazas se acumulan, se cede, se renuncia a una parte del terreno que se debía
conquistar. Aquella imaginación que no reconocía límite alguno, ya no puede ejercerse sino dentro
de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir
mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de veinte
años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas.
Pero si más tarde el hombre, fuere por lo que fuere, intenta enmendarse al sentir que poco a poco
van desapareciendo todas las razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser incapaz de
estar a la altura de una situación excepcional, cual la del amor, difícilmente logrará su propósito. Y
ello es así por cuanto el hombre se ha entregado en cuerpo y alma al impero de unas necesidades
prácticas que no toleran el olvido. Todos sus actos carecerán de altura; todas sus ideas, de
profundidad. De todo cuanto le ocurra o cuanto pueda llegar a ocurrirle, solamente verá aquel
aspecto del acontecimiento que lo liga a una multitud de acontecimientos parecidos,
acontecimientos en los que no ha tomado parte, acontecimientos que se ha perdido. Más aún,
juzgará cuanto le ocurra o pueda ocurrirle poniéndolo en relación con uno de aquellos
acontecimientos últimos, cuyas consecuencias sean más tranquilizadoras que las de los demás.
Bajo ningún pretexto sabrá percibir su salvación.
Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.
Unicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener
indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración
legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se
nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde utilizarla sabiamente. Reducir
la imaginación a la esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de aquello
que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra en lo más
hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a
saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta,
también, para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos
todavía más). ¿En qué punto comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de
existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de errar no es sino una
contingencia del bien?
Queda la locura, «la locura que solemos recluir», como muy bien se ha dicho. Esta locura o la
otra... Todos sabemos que los locos son internados en razón de un reducido número de actos
jurídicamente reprobables, y que, en ausencia de estos actos, su libertad (la parte visible de su
libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos
son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido de que ésta les induce a
quebrantar ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser
humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de que los
locos dan muestras con respecto a la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las
diversas correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación les proporciona
grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan sólo tenga validez
para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de placer
despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me consta que muchas noches acariciaría
con gusto aquella linda mano que, en las últimas páginas de la Intelligence, de Taine, se entrega a
tan curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar las confidencias de los
locos. Son gente de escrupulosa honradez, cuya inocencia tan sólo se puede comparar a la mía.
Para poder descubrir América, Colón tuvo que iniciar el viaje en compañía de locos. Y ahora
podéis ver que aquella locura dio frutos reales y duraderos.


André Breton. Manifiestos del surrealismo. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1969.

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